jueves, 14 de abril de 2011

Henri Matisse, el rival de Picasso

 
Le Bonheur de vivre (1905-1906)
El paradigma cultural modernista se sustenta en la reflexión del artista sobre los aspectos formales de la obra, la composición de los elementos que la configuran y la complementariedad de los colores utilizados.
En tanto la pintura tradicional supeditaba estos aspectos a la representación de un tema, la pintura modernista se libera de dicha finalidad, rechazando el mimetismo como valor de la obra de arte y reivindicando el reinado de los colores puros, bajo la influencia del post-impresionismo.
En tal sentido, frente al principio consolidado de dejar rastros que sugieran las emociones del artista, las pinceladas “atomistas” de Cézanne son vistas como un signo de su autonomía.
Los fauves recogen los axiomas fundamentales del post-impresionismo: la independencia de la línea y el color de los objetos representados y la afirmación de la autonomía de los elementos básicos de la pintura que luego se combinarán en la tela (método analítico-sintético).
Matisse persigue la expresión, entendida como “la satisfacción de orden puramente visual que puede procurar una obra” y se entrega a la composición como “arte de disponer de manera decorativa los diversos elementos”.
Para Matisse, las diversas tonalidades deben estar equilibradas a fin de evitar su anulación recíproca. La elaboración de un cuadro es un proceso en el cual el agregado de una tonalidad implica la aparición de nuevas relaciones entre los colores y la necesidad de intervenir la obra a fin de no desviarse del objetivo originario.
Matisse afirma que “una vez que he dado con todas las relaciones tonales, el resultado es un acorde vivo de colores, una armonía análoga a la de una composición musical”.
Las obras de Matisse pueden evaluarse desde el punto de vista de su “armonía”. No obstante, la armonía propuesta por Matisse difiere de sostenida por la pintura occidental desde el siglo XVI al siglo XIX, que supeditaba cada uno de los elementos cromáticos a una naturaleza común, a fin de crear una “atmósfera” en lo pintado.
Con el advenimiento del fauvismo, dicha “sensación atmosférica” (invariablemente supeditada al “tema” a representar: retrato, naturaleza muerta o suceso histórico) cede al dominio del color, erigido en un elemento “autónomo”. La armonía fauve es, por lo tanto, una armonía autónoma de los colores, emancipada de la mímesis.

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